Me levanto y levito, me muevo suavemente hasta encontrar la bufanda café, esa que me daba dos vueltas y media y sobraba. Salgo arropado de mis sienes zumbantes, busco el aire en un cigarro antes de lavarme los ojos, recorro el centro que aun no despierta, los suplementeros me detienen con intrigantes noticias que ayer también lo fueron y quizás también anteayer y quizás también ante-anteayer. A esto sólo le falta mar. A la orilla de Antonio Núñez de Fonseca, el puerto se puede ver de frente, sería bueno ir con un vino tibio a ver despertar la ciudad. Me arrepiento, compro pan en el lugar más alejado de la casa, no compro del diario y me devuelvo. Dos huevos fritos son el remedio para encarrilarme a la rutina. Hiervo el agua y recuerdo las lluvias de Valparaíso en calle Fischer, el rio que cruzaba la escalera verticalmente y las ventanas abiertas para sentir aquel frio. Me arropo con la chaqueta de mi abuelo, la que se le rompió los bolsillos, la cuadriculada con chipor
angelitos a potito pelao, con alitas de colibrí que hablan de theoremas y cornudos sátiros que dicen que aquí también puede existir diosito